literatura

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domingo, 14 de junio de 2015

Requetenamoradisímo, requeteinsistidorsísimo, requeteromantiquísimo, requetedesmedidísimo

Desde el primer día en el jardín de infantes, Julián estuvo enamorado de Analía. ¿Enamorado? Eso es decir poco. ¡Estaba requetenamoradísimo de ella!
Y una tardecita, cuando ya iban a quinto grado, la esperó a la salida del cole. Apenas la vio salir, se le plantó enfrente y le confesó:
-¡Te amo... pero te amo requetemuchisísimo!
Una vez que Analía se recuperó del aturdimiento, lo miró un segundo. Su boca dibujó una media sonrisa y simplemente le dijo:
-¡Qué pena tan grande! Porque yo no te amo ni requetemuchisísimo ni requetenadisísima -y se fue, dejándolo hecho estopa.
Julián además era insistidor. ¿Insistidor? Es poco decir. ¡Era requeteinsistidorsísimo! Y además, muy romántico. ¿Romántico? Eso no es nada. ¡Requeteromantiquisísimo!
Si de frente, ella lo había rechazado, sin dudas, podría convencerla a fuerza de enviarle cartas de amor, como su abu le había contado que antes hacían quienes estaban requetenamoradisísimos.
Le escribió no una, ni dos, ni diez, ni cien, sino ¡miles de cartas! que envió por correo. Iban en sobres colorados y con estampillas en los que los dibujos se daban besos.
Pero como íban, algunas volvían convertidas en bollitos y otras, jamás habían sido abiertas. Igual, nunca dejó de escribirle. Hasta que un día recibió un sobre cuyo remitente era Analía.
El alma de Julián se  convirtió en acróbota de las volteretas que dio. Pensaba que en esa carta, la nena más linda de todas, por fin, aceptaba ser su novia. Pero no. No era ningún "sí, también te amo muchisísimo", como él esperaba. En cambio, la nota decía:

No te amo nadísima. Y te pido que no me ames más.

Firmado: Analía.
P.D. También, que no me envíes otras de tus tontas cartas de amor. No gastes tinta ni papel.

Ahí, el corazón de bizcocho del requetenamoradisísimo Julián hizo ¡crack! ¿Crack? No, eso es decir poco, ¡requetecrackísimamentecrack!

Pero como estaba requetenamoradisísimo de ella, era requeteinsistidorsísimo y requeteromantiquisísimo, no se rindió. Y en cambio,haciéndole caso al pedido de Analía siguió confesándole su amor sin gastar tinta ni papel. Es que también era obediente. ¿Obediente? Eso es decir poco: era ¡requeteobedientisisímo!
Un día Analía abrió la canilla del lavamanos y salió un "te amo" escrito en agua: era incoloro, insaboro e insípido, por supuesto, pero muy sentido. Los "te amo"líquidos también aparecieron impresos en las fuentes del parque, los charcos al costado de la calle y hasta en la lluvia.
Ella, dura como tronco petrificado, hizo como que no los leía.
Una vez, Analía fue a tomar la sopa y en el caldo vio como los fideos de letras, nadando como peces, formaban un "te amo" flotante. Lo mismo leyó en el humo del guiso que se escapaba de las ollas, cuando partió una papa, en el carozo de los duraznos y hasta dentro de los agujeritos de las galletas.
Analía, terca como una mula, prefirió ignorarlos. Sin embargo, de pronto, ya no pudo escapar.
Los "te amo" de Julián le llegaron  escritos y silbados en el viento o en el piar de los canarios o en el vozarrón de los motores y bocinazos o enunciados en los comerciales de la tele. Sus padres cuando discutían, en vez de agredirse se gritaban "TE AMO" y todas las canciones que pasaban en la radio, en algún verso incluían un "te amo".
Un día sacó cinco monedas para pagarse un helado y en cada una venían acuñadas las letras: T-E- A-M-O. A su vez, en los billetes, la imagen del prócer tenía un globito en el que se leía: "te amo". En los boletos del colectivo, en vez de números, decía "te amo"; y si eran capicúa, "oma et".
A Analía le encantaban los animales chicos, en su casa tenía un montón. Así fue que un día vio cómo los caracoles escribían "te amo" con el hilo de plata que dejaban al arrastrarse. Lo mismo se podía leer dentro de las burbujas que emitían con cada boqueo, sus peces. Su caniche en vez de "guau... guau", ladraba "te amo... te amo"; su gato comenzó a maullarle lo mismo. Y como si fuera poco, el loro dejó de proferir insultos o decir "quiero papa", y empezó a repetir "prrr... te amo... prrr... te amo".
Para distraerse, Analía se ocupó de armar rompecabezas, pero cuando las piezas estaban en su lugar, en vez de un paisaje surgían un "te amo". También debió dejar de hacer crucigramas: en forma vertical como horizontal los cuadritos siempre se llenaban con "te amo".
Ella, como si nada.
Sin embargo, de pronto notó que los "te amo" silbados, sonados, dibujados y escritos con y en todo menos tinta y papel, comenzaron a espaciarse, hasta que llegó el día en que por más que los buscó, no los encontró.
Ahí recién extrañó verlos todas las noches en la pared de su cuarto pintados con la luz de la luna que entraba por la ventana. Y también añoró verlos redactados con nubes en el cielo del día y con estrellas en el nocturno.
Entonces, decidió hablar con él.
Lo citó luego de clases en una plaza. La misma donde hasta hacía poco en los jardines había "te amo" dibujados con flores y hasta  con briznas amarillas que destacaban de las verdes, y la estatua le susurraba suspirados "te amooooo".
Analía pensaba en eso, cuando vio aparecer a Julián. Venía temeroso, tímido, tal vez seguro de un nuevo rechazo y, por qué no, uno o dos insultos de parte de la persona que más amaba en este planeta y en varios millones de kilómetros a la redonda.
Se sentó en el mismo banco en que ella lo había esperado. Bien lejos, no fuera cosa que el rechazo y los insultos vinieran acompañados de un sopapo.
Hubo un silencio. Él iba a empezar a hablar cuando ella le dijo:
-Te amo...¡pero te amo requetemuchisísimo!
Y se alejaron tomados de la mano y haciendo planes para el próximo fin de semana. Es claro que Analía se había dado cuenta de que no podía despreciar un amor tan requetegrandisísimo y requeteplenisísimo; así de requetehonestisísimo, pero por sobre todo, de desmedido.
Es que Julián no sabía hacer las cosas de otro modo.
 Y cuando se quiere conseguir el amor, además de ser requeteinsistidorsísimo y requeteromantiquisísimo, vale ser como él: algo desmedido. ¿Desmedido? Eso es decir poco ¡Hay que ser requetedesmedidísimo!


Fabián Sevilla, (2010) Vampíricas vacaciones, y otros cuentos. 2da ed. -Buenos Aires: Quipu, 2011

martes, 9 de junio de 2015

El señor de todos los señores
CUENTO POPULAR INGLÉS


Había una vez una nena que fue a trabajar como mucamita la casa de un viejo muy cómico. Apenas llegó, el viejo le dijo:
  -Tengo que enseñarte algo, querida.
La nena le preguntó:
  -¿A barrer? ¿A lavar? ¿A preparar la comida? -Y, orgullosa, le aseguró-: No hace falta. Soy una perfecta mucamita.
Sonriendo, el viejo le dijo entonces:
  -Lo que tienes que aprender son los nombres de las cosas de mi casa porque yo les puse nombre a todas. Ah, también a mí. Por ejemplo, ¿cómo vas a llamarme?
  -Caballero, amo, patrón, o como usted quiera -le contestó la nena.
  -Ajá. Pero no. Debes llamarme "señor de todos los señores". ¿Y qué nombre le das a eso? -agregó, señalando a su cama.
  -Cama o lecho o como a usted le guste...
 -No. Eso es mi "escaramujo". ¿Y qué nombre le das a esto? -dijo él entonces, señalando sus pantalones.
  -Pantalones... o como a usted le guste.
 -Los debes llamar "tiribundios y floripondios". ¿Y cómo le dices a ella? -le dijo, señalando a la gata.
  -Gata o gatita o como a usted le guste...
  -Tienes que llamarla "Piringundina Carablanca". Y ahora, esto -mostrando el fuego de la chimenea-: ¿Cómo le llamarías?
  -Fuego o llama...
 -No. Debes decirle "focalorum caliente". ¿Y qué es esto? -continuó, señalando el agua.
 -Agua... o... humedad... o...
 -No. Su nombre es "acualorum". ¿Y cómo le dirías a todo esto? -le preguntó por último, serñalando la casa.
 -Y... casa. O cabaña. O...
 -Le debes decir "Alta montaña chiribítica".
Esa misma noche, la mucamita despertó a su patrón muy asustada y le dijo:
 -Señor de todos los señores, salga de su escaramujo y póngase sus tiribundios y floripondios, porque a Piringundina Carablanca se le ha prendido la punta de la cola en el pocalorum y a menos que usted le eche pronto un poco de acualorum, su Alta montaña chiribítica se convertirá en un gran focalorum caliente.
El viejo disparó hacia la calle, gritando:
 -¡Bomberos! ¡Socorro! ¡Bomberos!

                                      


Traducción y adaptación de Elsa Bornemann.

Mini-Antología de cuentos tradicionales. Elsa Bornemann.
1a ed. 3a reimp. -Buenos Aires: Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, 2013.

Un gato como cualquiera.  
Autora: Graciela  Montes


Había una vez un gato de ojos verdes, pelo gris y cola larga. De modo que era un gato parecido a muchos otros gatos. Pero, eso sí, era un gato de bolsillo. Del bolsillo de Aníbal Gobi, guarda de tren del ferrocarril Mitre.
Mientras Aníbal Gobi picaba los boletos con su máquina picadora el gato apenas espiaba desde el borde del bolsillo de su chaqueta marrón.
El Gato de Bolsillo no se acordaba de nada que no fuese el bolsillo de Aníbal Gobi. Tal vez había nacido en el Galpón de la Esquina, o en la Casa de al Lado, o en el Jardín de Atrás. Pero lo cierto es que hacía mucho, muchísimo tiempo que vivía en el bolsillo.
Al Gato de Bolsillo el bolsillo le parecía mucho más lindo que el resto de los lugares del Mundo Grande. El bolsillo era tibio, blando, suave, oscuro, tenía pelusas que hacían cosquillas y era muy fácil acurrucarse en el fondo. El Mundo Grande, en cambio, era frío y caliente, duro y líquido, áspero y liso, negro y brillante; tenía zapatos, ramas, relojes, caras, ruedas y Gatos Peligrosos. Era muy difícil acurrucarse en el Mundo Grande.
Eso, al menos, era lo que pensaba el Gato de Bolsillo hasta las cuatro y cinco de la tarde del segundo jueves del mes de octubre, porque a las cuatro y diez de la tarde del segundo jueves del mes de octubre, mientras estaba asomado al borde del bolsillo, observando tranquilamente cómo Aníbal Gobi le picaba el boleto a una señora colorada, el gato vio algo nuevo, algo nunca visto en el Mundo Grande: un ratón de cola de piolín y ojos brillantes, un Ratón Cualquiera, que miraba pasar el, tren desde atrás de un poste de la estación Belgrano.
El Gato de Bolsillo vio al Ratón Cualquiera y enseguida notó que ya era hora de salir del bolsillo de Aníbal Gobi. En el bolsillo de Aníbal Gobi jamás había habido ratones de ojos brillantes y cola de piolín.
El Gato de Bolsillo saltó y apoyó sus patas acolchadas en el piso del tren. Volvió a saltar y cayó en el piso de la estación. El Ratón Cualquiera lo vio, dio media vuelta y empezó a correr por la calle Zapiola, con el Gato de Bolsillo atrás, corriendo y corriendo, corriendo como no había corrido nunca.
Como el Ratón Cualquiera estaba mucho más acostumbrado al Mundo Grande que el Gato de Bolsillo, ganó la carrera y encontró un agujerito donde meterse antes de que el Gato de Bolsillo pudiese sujetarle la cola con la pata.
Entonces el Gato de Bolsillo supo que estaba solo en el Mundo Grande, sin pelusas y lleno de Gatos Peligrosos.
El Gato de Bolsillo les tenía muchísimo miedo a los Gatos Peligrosos. Aníbal Gobi siempre le hablaba de ellos mientras le rascaba las orejas; le había contado que tenían garras afiladas, maullidos malévolos y el cuerpo lleno de horribles cicatrices. El Gato de Bolsillo, en cambio, tenía las uñas cortas porque Aníbal Gobi se las cortaba puntualmente todos los lunes a la noche; maullaba bajito y sólo cuando tenía hambre, y tenía un pelaje liso, entero y sin marcas.
Pensando en los Gatos Peligrosos el Gato de Bolsillo se acurrucó detrás de una bolsa de basura. Mientras oía el ruido de los autos y seguía con los ojos los zapatos que iban y venían por la calle, gemía en voz baja: extrañaba muchísimo al bolsillo.
Los zapatos se fueron yendo poco a poco y, poco a poco también, se vino la Verdadera Noche. Y fue entonces que aparecieron uno a uno, uno tras otro, los Gatos Peligrosos.
Los Gatos Peligrosos eran silenciosos como todos los gatos. A veces eran rapidísimos y otras veces muy lentos, como todos los gatos. Y, como todos los gatos, tenían bigotes largos, ojos verdes y amarillos y cola larga.
Pero eran peligrosos. El Gato de Bolsillo enseguida notó que eran peligrosos.
Porque arqueaban el lomo.
Porque maullaban hacia el cielo mostrando las gargantas.
Porque abrían la pata y mostraban las uñas, larguísimas y afiladas.
Cinco Gatos Peligrosos se acercaron al Gato de Bolsillo y los cinco arquearon el lomo, maullaron hacia el cielo y mostraron las uñas. El Gato de Bolsillo los miró con sus ojos verdes y vio que también ellos tenían verdes los ojos.
Entonces pasaron cosas importantes: el Gato de Bolsillo arqueó el lomo; después maulló hacia el cielo y los Gatos Peligrosos le vieron la garganta; después abrió la pata y mostró las uñas, que no eran tan largas ni tan afiladas, pero que ya le estaban creciendo.
Entonces pasó otra cosa importante: un Ratón Cualquiera. Y los seis gatos – un Gato de Bolsillo y cinco Gatos Peligrosos – echaron a correr. Todos persiguieron, todos saltaron tapias, todos esquivaron árboles y se escabulleron debajo de los autos estacionados.
Y pasaron más cosas esa noche. El Gato de Bolsillo se peleó con un Gato Peligroso, pegó un salto muy alto, corrió una carrera, escarbó la tierra, encontró un poco de leche en el fondo de una bolsa de basura y se afiló las uñas en una pared de piedra.
Y cuando ya empezaba a clarear los seis gatos – un Gato de Bolsillo y cinco Gatos Peligrosos – se fueron al Baldío de Enfrente y encontraron un rincón oscuro, tibio y suave arriba de un montón de trapos viejos. Y se enroscaron a dormir todos juntos.
Entonces el Gato de Bolsillo supo que en el Mundo Grande no sólo había ratones de ojos brillantes y cola de piolín; también había bolsillos llenos de pelusa.




HISTORIA DEL DOMINGO SIETE

Ustedes habrán oído alguna vez la expresión que  dice: "es un domingo siete", ¿verdad?
    ¿Qué es eso del domingo siete?
    En Centroamérica se cuenta una historia del domingo siete, que es más o menos así:
   Había una vez dos chicos: Juan, que tenía tres pecas en el cachete, y Domingo, que era malo y amarrete.
 Los dos iban al colegio, atravesando todo el bosque de Gulubú.
 No se llevaban muy bien, porque Domingo le hacía bromas a Juan a causa de sus tres pecas. Bromas que Juan tomaba con mucha paciencia porque era un chico bueno, muy bueno, réquete pecoso.
 Una tarde salió Juan del colegio, y Domingo, como siempre, se quedó en penitencia después de clase.
Juan iba saltando y cantando por el bosque, cuando se desvió un poco del camino por seguir a una ardilla que jugaba por ahí y le hacía morisquetas.
Por correr tras la ardilla, como digo, se desvió del camino y se perdió.
 Y de pronto ¡zápate! lo sorprendió una espantosa tormenta.
 Caían unas gotas gordas como patas de elefante, un granizo gordo como helados de cien pesos, soplaba un viento hecho por un millón de hélices.
Juan buscaba refugio, tratando de no mojar su prolijo cuaderno.
Corrió y corrió hasta que por fin pudo meterse en el hueco de un árbol, empapado y tiritando.
Allí esperaba acurrucado que pasara la tormenta.
Cuando amainó, ya era de noche y a lo lejos vio una lucecita.
-Debe ser la casa de algún guardabosque-pensó-, quizá me permita secarme junto a la chimenea y me dé un plato de sopa.
Juan caminó hasta la casa.
Se acercó a la ventana y oyó un coro de voces chillonas y destempladas que cantaban una preciosa canción que decía así:
 -"Lunes, martes, miércoles tres..."
Como a Juan le gustaba mucho la música no pudo contenerse y cantó también completando la canción.
Porque la canción, en la palabra "tres", se paraba de golpe.
Y Juan cantó:
 -"jueves, viernes, sábado seis..."
La ventana se abrió de par en par y se asomaron un montón de brujas, brujitas y brujotas, feas y desmechadas, que sonriendo con sus escasos dientes dijeron:
-¿Pero quién es el chico réquete pecoso y bueno que nos ha completado tan graciosamente nuestra canción?
-Yo-dijo Juan con modestia.
-¡Pero qué preciosura! -dijo la bruja capitana-, hace tres millones de semanas y dos días que estamos tratando de completar la letra de esta canción ¡y no podemos!...
-"Lunes, martes, miércoles tres..."
Y Juan  volvió a corear:
-"Jueves, viernes, sábado seis..."
-Desde hoy, y gracias a ti, podremos cantar completo el himno de las brujas de Gulubú, y por este gran favor que nos has hecho te vamos a premiar.
Y dicho y hecho, las brujas, las brujitas y las brujotas le regalaron a Juan una bolsa enorme llena de caramelos, chupetines, bombones, alfeñiques, turrones, nueces, chocolatines, helados que no se derretían y no me acuerdo qué más.
Juan les dio las gracias y se fue cantando.
Ya no llovía, y la ardilla lo guiaba por el camino.
Al día siguiente, Juan repartía golosinas entre sus compañeros del colegio, cuando llegó Domingo y le arrebató unas cuantas de un manotón.
-¿Dónde has robado esto? -le preguntó.
-¡No lo robé! -le contestó Juan indignado-, me lo regalaron las brujitas de Gulubú.
-¡Mentira! -gritó Domingo, dispuesto a pegarle en el cachete pecoso.
Entonces Juan, para que no dudara de su honradez, le contó con detalles su aventura: cómo se había perdido por correr tras una ardilla que le hacía morisquetas, cómo lo había sorprendido la tormenta, cómo había llegado a la casa de las brujas y cómo les había completado graciosamente esa canción que decía:
"Lunes, martes, miércoles tres..."
Con un versito que decía:
"Jueves, viernes, sábado seis..."
-Bah, qué tontería -contestó Domingo y dio media vuelta.
Pero como Domingo era copión y envidioso, decidió imitar la hazaña de Juan.
Esa tarde salió del colegio y, en el bosque, encontró a la ardilla juguetona y la siguió.
También lo sorprendió la tormenta y también fue a dar a la casa de las brujas.
Todo, todo igual que Juan.
Una vez junto a la ventana, oyó que las brujas, brujitas y las brujotas cantaban:
-¡Lunes, martes, miércoles tres, jueves, viernes, sábado seis..."
-Para que me regalen caramelos - pensó Domingo-, tengo que añadirle algo más a esta canción.
-"¡Domingo siete!"
A las brujas, naturalmente, no les gustó nada la interrupción.
La ventana se abrió de par en par, y se asomaron preguntando:
-¿Quién es el sinverguenza y amarrete que nos ha arruinado la canción con un domingo siete?
Y le arrojaron a Domingo por la cabeza el agua helada de una vieja palangana de latita.
Domingo salió corriendo, mientras la ardilla se reía tanto que tenía que taparse los dientes con la cola.
Domingo decidió desde ese día no ser más copión ni amarrete, y además se hizo amigo de Juan, que siguió como siempre con sus tres pecas en el cachete.

Y así, con un firulete,
se acaba el libro en un domingo siete.





Cuentopos de Gulubú, María Elena Walsh.
1a ed. 20a reimp.Buenos Aires: Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, 2013